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Estás escuchando la primera parte del resumen del libro Sin trama y sin final, recopilación hecha por Piero Brunello de pasajes tomados de la correspondencia de Antón Chejov. El episodio de hoy es sobre la escritura objetiva y las tribulaciones del espíritu del autor.

Preciosa humanidad, les saludo, el libro para el calentamiento de esta semana es Sin trama y sin final, recopilación de pasajes tomados de la correspondencia de Antón Chejov, es una recopilación y no un libro de teoría porque Chejov no escribió teoría literaria; sin embargo, el profesor Piero Brunello, que es quien realizó la selección, consideró, en su momento, que en la correspondencia del autor ruso, habían reflexiones y notas suficientes, no sólo para comprender mejor su ejercicio creativo, sino para tener una aproximación teórica a su técnica.

Es así que el libro inicia con un recorrido, no biográfico, como podría uno esperar, aunque hay una cita autobiográfica que les compartiré en un momento, sino con un paneo por cómo encontraba Chejov en la literatura un medio de liberación “Se sentía extraño. Escribir era un acto de libertad en un país [y estas ya son palabras de Chejov] ‘donde no hay libertad de prensa ni libertad de conciencia, […] donde la vida es sofocante y miserable, y apenas hay esperanzas en un futuro mejor’.” En varias de sus obras Chejov se preguntaba, a través de algún personaje, “qué será de nosotros dentro de cien años”, bueno, aquí estamos… lo mismo.

Como ya habrás podido notar, las citas textuales, las escucharás en segundo plano.

Acá te comparto la cita autobiográfica que referí hace un momento y de antemano me disculpo por la pronunciación de las palabras en ruso:

“Yo, A. P. Chéjov, nací el 17 de enero de 1860 en Taganrog. Primero estudié en la escuela griega próxima a la iglesia del zar Constantino, luego en el instituto de Taganrog. En 1879 ingresé en la Facultad de Medicina de la Universidad de Moscú. En general, en aquella época tenía un concepto vago de las distintas facultades y no recuerdo en qué consideraciones me basé para decantarme por la Medicina, pero no me arrepiento de la elección. Ya en el primer año empecé a publicar en revistas semanales y en periódicos, y a comienzos de la década de 1880 esas ocupaciones literarias adquirieron un carácter permanente y profesional. En 1888 me concedieron el premio Pushkin. En 1890 viajé a la isla de Sajalín y más tarde escribí un libro sobre nuestras colonias penitenciarias y prisiones. Sin contar las reseñas, las recensiones, los artículos, los sueltos y todo lo que he escrito día tras día en los periódicos, y que ahora me sería difícil buscar y reunir, en veinte años de actividad literaria he escrito y publicado más de cinco mil páginas impresas de relatos y cuentos. También he escrito obras de teatro.

Creo que Sin trama y sin final, más que un libro de consejos para escritores, que obviamente lo es, es un diario creativo, una aproximación al realismo chejoviano, a las inquietudes y urgencias artísticas de un autor político, sin afiliación política “Creía que lo más necesario era la justicia y durante toda su vida alzó la voz contra cualquier clase de iniquidad; pero lo hizo como escritor. Chejov era ante todo un individualista y un artista”

Entonces, para abordar este resumen me voy a centrar, hoy, en dos aspectos de la escritura de Chejov: la objetividad y las tribulaciones del espíritu del autor. El primero, porque es el centro de su técnica y esta urgencia por la objetividad literaria determinó el cómo escribía, el segundo porque este autor tenía un genuino interés por retratar a los personajes en general sin estereotipos ni prejuicios.

Por eso me pareció pertinente, acompañar este resumen con la lectura de uno de sus cuentos, de modo que, si alguien está escuchando este podcast y no ha leído a Chejov, pueda tener una pequeña pincelada de su narrativa y ojalá termine con ganas de leerle. El cuento que será transversal a este resumen es La dama del perrito, iré leyendo fragmentos a lo largo de este podcast y terminaré la lectura en el podcast del jueves.

Ahora sí, terminada la introducción empecemos:

La dama del perrito [Parte 1]

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.

Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».

«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.

Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas

La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.

Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste… Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.

Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.

La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.

-No muerde -dijo, y se sonrojó.

-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?

-Cinco días.

-Yo llevo ya quince aquí.

Un corto silencio siguió a estas palabras.

-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.

-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!

Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú…

De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.

También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.

Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones… Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.

«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.

La escritura objetiva

Para Chejov es vital que la escritura sea objetiva, esto quiere decir, retratar la vida como es, aquí algunos elementos destacados por Chejov a este respecto:

Se requiere una postura frente a la realidad similar a la de un cronista:

“… por mucho que le repugne, tiene que vencer su disgusto y manchar su imaginación en el barro de la vida… En definitiva, es como un simple cronista. ¿Qué diría usted de un cronista que por delicadeza o por complacer a los lectores sólo describiese alcaldes honrados, mujeres sublimes y ferroviarios virtuosos? Para un químico no hay nada sucio en la tierra. El escritor debe ser igual de objetivo. Tiene que liberarse del subjetivismo de la vida y saber que en un paisaje un montón de estiércol a veces representa una parte digna de todo respeto y que las malas pasiones son inherentes a la vida, lo mismo que las buenas.”

Se requiere escribir con frialdad:

“Cuanto más sentimental es la situación, mayor frialdad se necesita a la hora de escribir; de ese modo el resultado es más conmovedor. No conviene azucarar.”

Aclaración importante

“Sí, en una ocasión le dije que uno debe ser indiferente cuando escribe historias patéticas. Pero usted no me ha comprendido. Puede llorar o gemir con un cuento, puede sufrir con sus personajes, pero considero que debe hacerlo de modo que el lector no se dé cuenta. Cuanto mayor sea su objetividad, más fuerte será la impresión. Eso es lo que quería decirle.”

Evitar juzgar a los personajes, no importa el rol que cumplan en la historia o sus acciones, el juicio moral no es competencia de quien escribe:

“Me reprocha usted mi objetividad y la llama indiferencia ante el bien y el mal, me acusa de falta de ideales y de ideas, etc. Querría que yo, al describir los ladrones de caballos, dijera: ‘Robar caballos está mal’. Pero eso ya se sabe desde hace mucho tiempo, sin necesidad de que yo lo diga. Que los juzguen los jurados, a mí sólo me compete mostrarlos como son. Escribo: ‘Tiene que vérselas con ladrones de caballos; sepa que no son mendigos, sino gente acomodada, gente de iglesia, y que robar caballos no es un simple hurto, sino una pasión’.”

Seis condiciones para escribir una obra de arte:

  1. Ninguna monserga de carácter político, social, económico
  2. Objetividad absoluta
  3. Veracidad en la pintura de los personajes y de los objetos
  4. Máxima concisión
  5. Audacia y originalidad; rechaza todo lo convencional
  6. Espontaneidad.

La escritura objetiva exige que quien escribe entienda que la naturaleza humana es imperfecta y su trabajo consiste en retratar esa naturaleza:

“Que el mundo ’está lleno de bribones y bribonas’ es un hecho. La naturaleza humana es imperfecta, de modo que sería extraño que sobre la faz de la tierra sólo hubiera hombres justos. Creer que el objetivo de la literatura consiste en separar ‘el grano’ de la paja de los granujas significa negar la literatura misma.”

Finalmente, para cerrar el apartado de la objetividad literaria, quiero traer una cita sobre la importancia que ve Chéjov en que quien escriba sea capaz de no mentirse a sí mismo. Antes quiero recordar una característica importante que define la escritura de este autor, como era médico, un hombre de ciencia, la objetividad no era, para él, un ideal que se escabulle en especulaciones metodológicas, la investigación, el trabajo de campo, era su método de aproximación a la realidad buscando alejarse de prejuicios, de manera que su ejercicio de escritura partía de un ejercicio de observación juicioso metódico y, me atrevería a decir, era cercano a la etnografía.

Esto escribió, Chéjov, a su editor:

“…nosotros, además de sentir la vida como es, sentimos también cómo debería ser, y eso es lo que nos cautiva.

¿Y nosotros? Nosotros representamos la vida como es, punto y final… Más allá no conseguirá que vayamos, ni siquiera con una fusta. No tenemos fines ni inmediatos ni lejanos, y en nuestra alma reina el vacío absoluto. Carecemos de convicciones políticas, no creemos en la revolución, no tenemos Dios, no tememos a los fantasmas; en cuanto a mí, ni siquiera temo la muerte y la ceguera. Quien no quiere, no espera y no teme nada, no puede ser un artista. Poco importa que se trate de una enfermedad o no; en cualquier caso, debemos reconocer que nos encontramos en una situación espantosa. No sé qué será de nosotros dentro de diez o veinte años; quizá entonces las circunstancias sean diferentes, pero por ahora sería imprudente esperar de nosotros algo bueno, independientemente del hecho de que tengamos o no talento. Escribimos como máquinas, siguiendo la costumbre según la cual unos trabajan para el Estado, otros se dedican al comercio y otros escriben…

Grigoróvich y usted piensan que soy inteligente. Sí, soy inteligente, por lo menos hasta el punto de no ocultarme mi enfermedad, de no mentirme a mí mismo y esconder mi vacío bajo harapos ajenos.”

Chejov murió a los 44 años, tenía tuberculosis.

La dama del perrito [Parte 2]

Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.

Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.

A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.

La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.

Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.

-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?

Ella no contestó.

Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.

-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.

La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.

Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.

-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.

Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.

Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.

La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.

-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.

-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.

-Parece que necesita usted ser perdonada.

-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!… La curiosidad me abrasaba… Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí… Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca…, y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.

Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.

Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.

-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?

Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.

-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.

-¡Chis! ¡Chis!… -murmuró Gurov.

Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos.

Las tribulaciones del espíritu

Hay dos aspectos de Chéjov que me llaman la atención, el dibujo que hace él de las mujeres en su obra y su preocupación por la objetividad, creo que en ambos casos tiene una genuina intención por retratar la vida como es y no como cree que es, intención no supone el éxito del ejercicio per se, pero sí una exploración profunda en la búsqueda de lograr eso que pretende. Hablo aquí de intención de objetividad porque, en mi opinión, la objetividad es una ilusión, incluso en la ciencia, todo está permeado por la subjetividad del individuo, así La dama del perrito, es una interpretación subjetiva que hace Chéjov del carácter femenino de una mujer infiel, del carácter de esa mujer infiel, para ser precisa, pero justamente esa búsqueda de objetividad le permite imprimirle a su personaje un carácter real y ampliar así la posibilidad de identificación por parte de quien lee.

Esto escribe Chéjov a su hermano:

“Decididamente, no conoces a las mujeres. No puede uno, hermano mío, pasarse toda la vida dando vueltas alrededor de un solo tipo de mujer. ¿Dónde y cuándo (no hablo de tus años de instituto) has visto mujeres como Olia? ¿Y no habría sido más inteligente, más genial, poner al lado de esos magníficos tipos del tártaro y del padre una mujer simpática, viva, real, y no una muñeca? (…) Además de ser una muñeca, es pálida, nebulosa y, en medio de los demás personajes, parece un par de botas mojadas y opacas junto a otras lustradas con esmero. Ten temor de Dios: en ninguno de tus relatos hay una mujer viva, son todas flanes temblorosos que hablan el lenguaje de las melindrosas ingénues de los vaudevilles. […] Repásalo y no lo publiques en Tiempo Nuevo hasta que estés seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.”

Esa búsqueda de retratar la vida como es, de ser objetivo, le llevó también a reflejar en su escritura las tribulaciones relacionadas con una visión, pesimista para para algunos, de la realidad fundamentada en los aspectos más lamentables de la vida, esos que están normalizados y hacen parte de la cotidianidad:

“Se me reprocha que sólo escriba sobre acontecimientos mediocres, que no presente héroes positivos. […] Llevamos una vida provinciana, las calles de nuestras ciudades ni siquiera están pavimentadas, nuestras aldeas son pobres, nuestro pueblo está extenuado. Todos, mientras somos jóvenes, gorjeamos como gorriones sobre un montón de estiércol; a los cuarenta años somos ya viejos y empezamos a pensar en la muerte. ¿Qué clase de héroes somos? […] Sólo quiero decir a la gente con toda honradez: mirad qué aburrida y deslustrada es vuestra vida. Lo importante es que las personas lo entiendan; si lo entienden, seguramente inventarán una vida diferente y mejor. El hombre se volverá mejor cuando le hayamos mostrado cómo es.”

La dama del perrito [Parte 3]

Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.

Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.

-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido es alemán?

-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.

En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.

Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.

Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.

-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.

-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.

Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.

Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.

-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»

El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:

-¡Déjame mirarte una vez más… otra vez! Así, ya está.

No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.

-Me acordaré de ti siempre…, pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.

El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba… Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces…; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.

Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.

-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!

El estado y la represión

Quiero cerrar este episodio dedicado a visión que tenía Chejov de la literatura como un medio de liberación con una cita que creo apropiada para mostrar el carácter del autor y, principalmente, porque creo que se ajusta al momento político y social en el que estamos hoy:

El Estado prohíbe escribir sobre el particular, impide decir la verdad; es una arbitrariedad, pero usted la acepta alegremente, habla de los derechos y prerrogativas del Estado: eso no cuadra con la conciencia. Habla del derecho del Estado, pero no lo hace desde el punto de vista del derecho. Derecho y garantía significan lo mismo para el Estado que para cualquier persona jurídica. Si el Estado me priva injustamente de un pedazo de tierra, recurro a los tribunales, que restablecen mi derecho. ¿No debería ser lo mismo cuando el Estado me golpea con la fusta? ¿Es que en caso de violencia por parte del Estado no puedo invocar el derecho violado? El concepto de Estado debe basarse en determinadas relaciones jurídicas; en caso contrario se convierte en un espantajo, en un sonido vacío que asusta la imaginación.”

Así cerramos el episodio de hoy, te recuerdo que las recetas para escribir ficción no existen, la teoría es funcional para ampliar los recursos creativos y nada más.

Preciosa humanidad, muchísimas gracias por escucharme. Por acá estaré el jueves con la segunda parte de este resumen y la continuación de La dama del perrito; recordá sucribirte al calentamiento, si es que todavía no lo has hecho.